«La bendisoñada», Mia Couto.
Estoy sentado junto a la ventana mirando la lluvia que cae hace tres días. Qué recuerdos me trae el tintineo mojado de la llovizna. La tierra perfumada parece una mujer en vísperas de caricia. ¿Hace cuántos años que no llovía así? De tanto durar, la sequía fue enmudeciendo nuestra miseria. El cielo miraba el fallecimiento continuo de la tierra, y como en un espejo, se veía morir. La gente se preguntaguaba: ¿será que todavía podemos recomenzar?, ¿será que la alegría todavía tiene cabida?
Ahora, la lluvia cae, cantarosa, bendisoñada. El suelo, ese indigente indígena, va ganando variedades de belleza. Estoy espiando la calle como si estuviese en la ventana de mi país entero.
Mientras allí afuera se repletan los charcos, la vieja Tristeresa va arreglando el cuarto. Para la tía Tristeresa la lluvia no es asunto del clima, sino recado de los espíritus, y la vieja se atribuye amplias sonrisas: esta vez sí que me plantaré el traje en el que ella tanto me insiste. Indumentaria tan presentable y yo en vaqueros y camiseta. Tristeresa sacude en su cabeza mi cabezonería: ¿habrá un argumento razonable para que me presente así, tan descortinado, sin guardar la debida apariencia? No lo entiendo.
Mientras estira las sábanas, va tirando de otros asuntos. La anciana señora no tiene duda: la lluvia ocurre por los rezos y ceremonias ofrecidos a los antepasados. En todo Mozambique la guerra acaba. Sí, ahora ya las lluvias pueden volver. Todos estos años los dioses nos castigaban con la sequía, los muertos, hasta los más veteranos, ya se resecaban allí en las profundidades. Tristeresa va sacudiendo la chaqueta que yo nunca me pondré y profiere sus certezas:
– Nuestra tierra estaba llena de sangre. Hoy, se está limpiando, pero ¿ni ahora, disculpe el favor, ni ahora el señor le dará la vez a este traje?
– Pero tía Tristeresa, ¿no estará lloviendo de más?
– ¿De más? No, a la lluvia no se le olvidó la forma de caer, dice la vieja. Y me explica: el agua sabe cuántos granos tiene la arena. Para cada grano, hace una gota, tal y como una madre que teje el abrigo de su hijo ausente.ParaTristeresa, la naturaleza tiene sus servicios, que suceden de forma simple, como los de ella. Las lluvias fueron encomendadas en el momento justo: los desplazados que regresan a su sitio ya encontrarán el suelo mojado, conforme al gusto de las simientes. La Paz tiene otros gobiernos que no pasan por la voluntad de los políticos.
Pero dentro de mí persiste una desconfianza: ¿esta lluvia, tía mía, no será prolongada en demasia?, ¿no será que a la calamidad del estío le seguirá el castigo de las inundaciones?
– La lluvia está limpiando la arena, los muertos quedarán satisfechos. Ahora, debería usar ese traje, señor, en señal de respeto. Para combinar con la fiesta de Mozambique.
Tristeresa todavía me mira, con dudas. Después, resignada, cuelga la chaqueta. La ropa parece suspirar. Mi tozudez quedó suspendida en el perchero. Espío la calle, líneas mojadas de tristeza se van bajando por los cristales. ¿Por qué motivo deseo tanto la fuga? ¿Por qué razón la vieja tía se acepta interior, toda ella vestida de casa? Tal vez por pertenecer más al mundo, Tristeresa no sienta, como yo, la necesidad de salir. Ella cree que acabó el tiempo de sufrir, nuestra tierra se está lavando del pasado. Yo tengo dudas, necesito mirar la calle. La ventana: ¿no es donde la calle sueña ser mundo?
La vieja acabó el servicio. Se despide mientras va cerrando las puertas con lento vagar. Entró una tristeza en su alma y la culpa es mía. Me doy cuenta de cómo las plantas brotan ahí fuera. El verde habla la lengua de todos los colores. La tía ya dobló las despedidas y está saliendo cuando la llamo:
– Tristeresa, sáqueme el traje.
Ella se ilumina de espanto. Mientras desnuda el perchero, la lluvia va parando. Apenas unas gotas restantes van cayendo sobre mi chaqueta. Tristeresa me pide: “No se sacuda, esa agüita da suerte”. Y agarrados del brazo, salimos los dos pisando charcos, con el descuido de niños que saben del mundo la alegría de un juego infinito.
Autor: Mia Couto
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