“Giving Offense: Essays on censorship” (Fragmento), JM Coetzee.
Desde principios de la década de 1960 la República de Cuba aplicó uno de los sistemas de censura más exhaustivos del mundo. Dicho sistema, llamado en la jerga oficial “control de publicaciones” y no censura (“censura” es una palabra que prefería censurar el discurso público sobre sí mismo), trataba de controlar la diseminación de signos en cualquiera de sus formas. No sólo los libros, las revistas, las películas y las obras teatrales, sino también las camisetas, los llaveros, las muñecas, los juguetes y los letreros en las tiendas, cualquier cosa que pudiera ser portadora de algo “indeseable”, tenían que someterse al escrutinio de la burocracia censora antes de poder hacerse públicos.
En la URSS había unos setenta mil burócratas que supervisaban las actividades de unos siete mil escritores. La proporción entre censores y escritores en Cuba era, en todo caso, muy superior a diez a uno.
Los paranoicos se comportan como si el ambiente estuviera repleto de mensajes codificados que se burlan de ellos o traman su destrucción. Durante décadas, el Estado cubano vivió inmerso en su estado de paranoia. La paranoia es la patología de los regímenes inseguros y, en particular, de las dictaduras. Uno de los rasgos distintivos de las dictaduras modernas respecto a las anteriores ha sido la amplitud y la rapidez con que la paranoia puede extenderse desde arriba para contaminar a la población. Esta difusión de la paranoia no es involuntaria: se utiliza como técnica de control. La URSS de Stalin es el ejemplo principal: a todo ciudadano se lo alentaba a sospechar que cualquier otro era un espía o un saboteador; los lazos de afinidad humana y confianza entre las personas quedaron destruidos, y la sociedad se vio fragmentada en decenas de millones de individuos que vivían en islotes individuales de mutua sospecha.
La URSS no era un caso único. Reinaldo Arenas escribió sobre la existencia en Cuba de un ambiente de “amenaza oficial incesante” que hacía del ciudadano “no sólo una persona objeto de represión, sino también autorreprimida, no sólo una persona censurada, sino autocensurada, no sólo vigilada, sino que se vigila a sí misma”. Una “amenaza oficial incesante”salpicada de espectáculos de castigo violento ejemplar inculca cautela, vigilancia. Cuando ciertas clases de escritura y discurso, incluso ciertos pensamientos, se convierten en actividades furtivas, la paranoia del Estado está en proceso de reproducirse en la psique del súbdito, y el Estado puede soñar con un futuro en que se podrá permitir que las burocracias de supervisión vayan desapareciendo, ya que su función, en la práctica, se habrá privatizado. Esto se debe a que una reveladora característica de la censura en las dictaduras es que no está orgullosa de sí misma, que nunca hace alarde de sí misma.
El tirano y su organismo de control no son los únicos afectados por la paranoia. Hay ribetes psicológicos en la actitud vigilante de quien escribe en un Estado paranoide. Para encontrar las pruebas de ello basta con acudir al testimonio de los propios escritores. Una y otra vez dejan constancia en su arte de estar afectados contaminados por la enfermedad del Estado. En una acción típica de los paranoicos “auténticos”, aseguran que sus mentes han sido invadidas, precisamente contra esa invasión expresan su indignación.
George Mangakis, por ejemplo, relata la experiencia de escribir en prisión bajo la vigilancia de sus guardianes. Cada pocos días, los carceleros registraban su celda, se llevaban sus escritos y le devolvían los que las autoridades de la prisión -sus censores- consideraban “permisibles”. El escritor recuerda que aborrecía repentinamente los papeles al aceptarlos de las manos de los guardianes. “El sistema es un dispositivo diabólico para aniquilar tu propia alma. Quieren hacerte ver tus pensamientos a través de sus ojos y que los controles tú mismo pero desde su punto de vista”. Al obligar al escritor a ver lo que ha escrito a través de los ojos del censor, este lo obliga a interiorizar una lectura contaminante. El momento de repentina repugnancia de Mangakis es el momento de la contaminación.
La prueba definitiva de que, por así decirlo, algo les ha ocurrido a escritores como Arenas, Mangakis o Kiš, es lo excesivo del lenguaje con que expresan su experiencia. Hablar de paranoia no es sólo un modo figurado de referirme a lo que los ha afectado. La paranoia está ahí, dentro, en su lenguaje, en su pensamiento; la rabia que resuena en las palabras de Mangakis y el desconcierto de las de Kiš son rabia y desconcierto ante la más íntima de las invasiones, una invasión del propio estilo del yo por una patología que tal vez no tenga curación. […]
¿Por qué ha de tener la censura semejante poder de contagio? Sólo puedo ofrecer una respuesta especulativa, basada en parte en la introspección y parte en el examen (tal vez un examen paranoide) de los relatos que otros escritores (quizá a su vez contagiados de paranoia) han ofrecido de la experiencia de actuar bajo regímenes de censura.
Trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con desaprobación y actitud de censura.
Una de las principales víctimas de Stalin entre los escritores fue Osip Mandelstam. En 1933, Mandelstam, que a la sazón contaba 42 años, compuso un breve pero impactante poema sobre un tirano que ordena ejecuciones a diestra y siniestra y disfruta de las muertes de sus víctimas como un georgiano masticando frambuesas. Si bien no se nombra al tirano, se refiere claramente a Stalin. Mandelstam no puso por escrito el poema, sino que lo recito varias veces a amigos suyos. En 1934, la policía de seguridad asaltó su casa en busca del poema. Si bien no lo encontraron -sólo existía en la mente del poeta y sus amigos-, detuvieron a Mandelstam. Mientras estaba detenido, el poeta Boris Pasternak recibió una llamada telefónica de Stalin. Éste quería saber quién era Mandelstam, y en particular si era un maestro.
Pasternak dedujo correctamente la segunda parte de la pregunta: ¿Es Mandelstam un maestro o se puede prescindir de él? Respondió que, en efecto, Mandelstam era un maestro, que no se podía prescindir de él. De aquel modo, Mandelstam fue condenado al exilio interior en la ciudad de Voronezh. Mientras estaba ahí, lo presionaron para que rindiera homenaje a Stalin componiendo un poema en su honor. Mandelstam cedió y compuso una oda adulatoria. Nunca sabremos sus sentimientos sobre aquella oda, no sólo porque no dejó ninguna constancia de ellos, sino también porque -como sostiene convincentemente su esposa- cuando la escribió estaba loco, loco de miedo, tal vez, pero también loco de la locura de una persona que no sólo sufre el abrazo de un cuerpo que detesta, sino que también debe de tomar la iniciativa, día tras días, línea tras línea, de acariciar ese cuerpo…
Autor: JM Coetzee.
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