«Funny Valentine», Paulo Scott.

El taxi rodó por toda la ciudad. El chofer ya me echaba una mirada acechante, haciéndose el simpático con chistecitos sin gracia. Esperé a que el cigarro se acabara. Le pedí que se estacionase en la esquina del bar Occidente. Nos quedamos allí más de cinco minutos. Él volteó hacia mí, intentó forzar la plática, le pedí que se callara, me pasé el lápiz labial por la boca, pagué el recorrido. Él balbuceó un buenas noches. Azoté la puerta con fuerza. Era un miércoles frío. Día de San Valentín. Me quedé parada frente a la taquilla, pregunté quién estaba tocando. El portero respondió: Frank Jorge y Júlio Reny. Entré. Me quedé apoyada en la barra, sola, tomando un gin tonic (medio descarado para una vieja de cincuenta y seis años, pensé). Los músicos empezaron a tocar, ordené otro trago. A la novena o décima canción, un muchacho alto, escuálido pero magro, de pelo rapado, me llamó la atención. Vestía una chamarra negra, cerrada hasta el cuello, iba de un lado a otro, mirando al suelo, enfrentando a la gente. A veces se detenía, encendía un cigarrillo, daba unas pitadas (intentaba concentrarse en el show), pero volvía a caminar de un lado a otro. Aquello me dejó nerviosa, al punto de olvidarme del resto. De repente, salió. Me alteré, terminé la bebida de un trago, bajé las escaleras. Seguí por la calle Osvaldo Aranha. Caía una llovizna helada. Debió ser la una de la madrugada. Tres chicos flacuchos caminaron unos metros a mi lado, me ofrecieron marihuana, crack, vaya a saber qué más. Los rechacé (les dije que iba a gritar si seguían insistiendo). Se rindieron, pero no me salvé de los insultos: me llamaron vieja culona. Apuré el paso. Él dobló en la Fernandes Vieiras. Yo también doblé. Frenó a mitad de la cuadra entre Vasco e Independencia, sacó un papel de aluminio del bolsillo (se le cayó la billetera), lo abrió, pasó varias veces el dedo índice sobre lo que sea que estuviera allí guardado y después se lo metió en la nariz, moviendo el dedo frenéticamente de un lado hacia otro. Eso me dio asco. Él repitió el gesto otras dos veces y siguió su camino, agitando los brazos, alargando el cuello. Me acerqué a la billetera, la levanté. Volví a casa. Miré su credencial de identidad. Se llamaba Marcelo. También había una foto de una chica con cara de modelo, un billete de dos reales, una uña para guitarra y una tarjeta de presentación con el nombre de una mujer, dirección y teléfono de Erechim. Su credencial quedó sobre la mesita de noche durante casi una semana. El martes siguiente, cuando pasé por la casa para almorzar y llevarme unos documentos, en un impulso, tomé la tarjeta de presentación y llamé a Erechim. Contestó una señora, fingí ser amiga de Marcelo. ¡Un placer! Soy su madre. Y enseguida me preguntó: Dime, hija mía, ¿tú eres su novia? Sí, respondí, y me odié por decir eso. Nos quedamos conversando, ella dijo que hacía mucho que no tenía noticias de él, me preguntó si estaba bien, si estaba yendo a las clases en la facultad, si ya me había contado que abandonó la ciudad hace dos años atrás, el día del sepelio de su padre, y que no regresó más. Respondí que no. Ella me contó muchas cosas. El tono de su voz fue cambiando, volviéndose triste. Miré el reloj (casi las dos), lamenté tener que cortar. Nos despedimos. Ella dijo: puedes llamarme cuando quieras, estoy sola y extraño mucho a Marcelo. Le aseguré que lo haría. Terminé llamando casi todos los días, por tres semanas fuimos amigas. Yo inventaba cosas sobre su hijo; le prometía que conseguiría que él la llamase. Un domingo (nunca la había llamado un domingo), marqué en la mitad de la tarde. Tardó en contestar. Le pedí disculpas por incomodarla. Ella fue cordial. Conversamos por horas (me acostumbré a las mentiras). Antes de colgar, me preguntó cuándo la iba a llamar Marcelo. Cambié de tema. Ella me interrumpió, dijo que estaba harta de sentirse sola. Permanecimos en silencio por unos instantes. Le deseé un buen fin de domingo y colgué. Más tarde, ahí de las ocho de la noche, llamaron a la puerta, dijeron que ser la policía. Bajé. Eran dos. Les pedí que entrasen. El más viejo fue directo al grano: Oiga, doña… sé que usted se debe estar divirtiendo, pero esta broma está yendo demasiado lejos. ¿Qué broma?, pregunté asustada. Usted sabe, esas llamadas a la madre del chico… ¡Son una falta de respeto! Es una viuda que está sola. Creo que sería bueno que dejase de hacerlo, sino vamos a tener que arrestarla, ¿entendió? ¡Arrestarme! ¿Cómo así?, lo desafié. A él no le gustó, me tomó del mentón: Mira, no te hagas la santa… no abuses de la gente, loca de mierda. La policía tiene aparatos, ¿sabes? Es fácil rastrear cualquier llamada. Sacó un recorte del periódico del bolsillo del saco y extendió el brazo para que lo tomara. Enojado, me ordenó abrir la puerta y salió. El otro, al pasar junto a mí, dijo: En serio, sería bueno que se detenga.Entré al departamento temblando. Puse a calentar agua, necesitaba con urgencia un té. Me senté en el sofá de la sala, observé aquel recorte. Era un artículo policial, del día siguiente al de aquella madrugada. Decía algo así como: joven, todavía no identificado, encontrado muerto en la avenida Independencia, cerca de la esquina con Felipe Camarão, vestía sólo calzoncillos y playera, fue víctima de un paro cardíaco. En el ángulo derecho del artículo, estamparon la foto con el rostro muerto. Las personas en Erechim deben haberlo reconocido. ¡Ella lo sabía!, pensé estupefacta, dejando que el recorte del periódico se resbalara por mis dedos. Apagué la luz de la lámpara. La tetera silbaba demasiado fuerte. Vinieron las lágrimas. Permanecí allí, en la oscuridad. Sintiéndome sola, muy sola.  

  
Autor: Paulo Scott Nueva traducción al español: Hinoki Kinoki. 
  
  
O táxi rodou por toda cidade. O motorista já me olhava com cara abusada, insinuando-se com piadinhas sem graça. Esperei o cigarro terminar. Pedi que encostasse na esquina do bar Ocidente. Ali ficamos por mais cinco minutos. Ele se virou, tentou puxar conversa, pedi que se calasse, passei batom na boca, paguei a corrida. Ele gaguejou um boa noite. Bati a porta com força. Era uma quarta-feira fria. Dia dos namorados. Fiquei parada em frente à bilheteria, perguntei quem estava tocando. O porteiro me respondeu: Frank Jorge e Júlio Reny. Entrei. Fiquei encostada no balcão, sozinha, bebendo um gim-tônica (meio descarada pra uma velha de cinqüenta e seis anos, pensei). Os músicos começaram a tocar, pedi outro drinque. Na nona ou décima música, um garoto alto, magricelo, cabelo raspado, chamou minha atenção. Vestia uma japona preta, fechada até o pescoço, andava de um lado pro outro, olhando pro chão, encarando as pessoas. Por vezes, parava, acendia um cigarro, dava umas tragadas (tentava se concentrar no show), mas voltava a andar de um lado pro outro. Aquilo me deixou nervosa, a ponto de esquecer o resto. De repente, ele saiu. Agitei-me, terminei a bebida num gole, desci as escadas. Segui-o pela Osvaldo Aranha. Caía um chuvisqueiro gélido. Devia ser uma da manhã. Três garotos magrinhos andaram uns metros ao meu lado, ofereceram-me maconha, crack, sei lá. Recusei (disse que gritaria se insistissem). Desistiram, mas não escapei do xingamento chamaram-me de tia bundona! Apressei o passo. Ele dobrou na Fernandes Vieira. Dobrei também. No meio da quadra entre a Vasco e a Independência, ele parou, tirou um papelote do bolso (a carteira dele caiu), abriu-o, passou várias vezes a ponta do indicador sobre o que quer estivesse ali guardado e depois enfiou no nariz, mexendo o dedo freneticamente de um lado pro outro. Aquilo me repugnou. Ele repetiu o gesto outras duas vezes e seguiu em frente, sacudindo os braços, alongando o pescoço. Aproximei-me da carteira, peguei-a. Voltei pra casa. Olhei a identidade. Marcelo era seu nome. Havia também a foto de uma menina com cara de modelo, uma nota de dois reais, uma palheta de guitarra e um cartão de visita com o nome de uma mulher, endereço e telefone de Erechim. Sua identidade ficou sobre o criado-mudo por quase uma semana. Na terça-feira seguinte, quando passei em casa pra almoçar e pegar uns documentos, num impulso, peguei o cartão de visita e liguei pra Erechim. Uma senhora atendeu, menti ser amiga do Marcelo. Muito prazer! Eu sou a mãe dele…, e em seguida me perguntou: diz minha filha, tu é namorada dele? Sou, odiei-me por isso. Ficamos conversando, ela disse que não recebia notícias há muito tempo, perguntou se ele estava bem, se estava freqüentando as aulas da faculdade, se já havia me contado que abandonara a cidade, há dois anos atrás, no dia do enterro do pai, e nunca mais voltara. Respondi que não. Ela me contou muitas coisas o tom da sua voz foi mudando, ficando triste. Olhei as horas (quase duas), lamentei ter de desligar. Despedimo-nos. Ela disse: podes ligar quando quiser, sou sozinha e estou com muita saudade do Marcelo. Garanti que iria. Acabei ligando quase todos dias, por três semanas ficamos amigas. Eu inventava coisas sobre seu filho; prometi fazê-lo ligar. Num domingo (nunca a procurara num domingo), liguei no meio da tarde. Ela custou a atender. Pedi desculpas por incomodá-la. Ela foi cordial. Conversamos por horas (acostumei-me às mentiras). Antes de desligar, perguntou-me quando Marcelo iria telefonar. Desconversei. Ela me interrompeu, disse estar aborrecida por se sentir só. Ficamos em silêncio por alguns instantes. Desejei-lhe um bom final de domingo e desliguei. Mais tarde, aí pelas oito da noite, tocaram no porteiro-eletrônico, disseram ser da polícia. Desci. Eram dois. Pedi que entrassem. O mais velho foi direto ao assunto: olha dona… sei que a Senhora deve estar se divertindo, mas essa sua brincadeira está indo longe demais. Que brincadeira?, perguntei medrosa. A Senhora sabe, essas suas ligações pra mãe do rapaz… são um desrespeito! Ela é uma viúva sozinha. Acho bom parar com isso, senão a gente vai ter de prendê-la. Entendeu? Prendê-la! Como assim?, desafiando-o. Ele não gostou, pegou-me pelo queixo: olha aqui, não te faz de santa… não abusa da gente, sua maluca de merda. A polícia tem aparelhos, sabia? É fácil rastrear qualquer ligação, tirou um recorte de jornal do bolso do casaco e estendeu o braço para eu pegar. Irritado, mandou eu abrir a porta e saiu. O outro, ao passar por mim, disse: é sério, acho bom parar com isso. Entrei no apartamento tremendo. Botei uma água pra esquentar precisava com urgência de um chá. Sentei no sofá da sala, olhei o tal recorte. Era uma reportagem policial, do dia seguinte ao daquela madrugada. Dizia alguma coisa como: jovem, ainda não identificado, encontrado morto na Avenida Independência, próximo da esquina com a Felipe Camarão, vestindo cueca e camiseta, vítima de ataque cardíaco. No canto direito da matéria, estamparam a foto do rosto morto. As pessoas em Erechim devem tê-lo reconhecido. Ela sabia!, pensei estupefata, deixando o papel de jornal escorregar dos meus dedos. Apaguei a luz do abajur. A chaleira apitava miúdo. As lágrimas vieram. Fiquei ali no escuro. Senti-me só, muito só.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

«El cuentista», Saki.

«¿Por qué los estadounidenses le temen a los dragones?», Úrsula K. Le Guin.

«Mcondo (Prólogo)», Alberto Fuguet.