«Dientes», Tiziano Scarpa.
Muerdo, royo, mastico hasta despellejar a la perfección mis dientes. Hasta entre comidas, chupo sin parar este pedazo de mi esqueleto mordisqueado hasta el hueso.
Cada diente tiene un hermano: los incisivos centrales están tomados del brazo, necesitan echarse la mano, de lo finos que son. Entre más se alejan uno del otro, tanto más gruesos se hacen los pares de gemelos, deben darse ánimo, soportar la soledad, la pesadumbre del abandono. Cada diente se contiene a sí mismo y a la nostalgia de su doble, el gemelo homocigótico separado desde el nacimiento. De las paredes de la caverna, exuda una saliva calcárea. Se forman incrustaciones relucientes de humedad, pináculos que gotean; del contorno del techo palatal, cuelgan estalactitas; estalagmitas crecen de la mandíbula. Alineados uno al lado del otro, en dos filas paralelas, mis dientes son monumentos sordos, estatuas silenciosas que encierran oráculos numinosos. Una sacerdotisa musculosa vive en el Panteón, entre las divinidades del cielo y de la tierra. Se retuerce estáticamente; sólo ella conoce las fórmulas arcanas, los gestos rituales; sabe cómo tocar los simulacros de marfil de los dioses para provocar responsos. Las sílabas van a estrellarse contra mis dientes. Las consonantes se quiebran: salen de la boca flamantes, lisas, resplandecientes sobre el filo. Comer, lavarse. Masticar, cepillarse. Destruir; y luego esconder rápidamente el rastro de la destrucción. Fingir que no pasa nada. Limpiarse la conciencia. Mostrarse siempre cándidos e inocentes. Sonreír afablemente, rechinando. El estómago gruñe; la nariz husmea promesas de manjares suculentos; la lengua se lame los bigotes; se me hace agua la boca. Solo mis dientes, que dentro de poco participarán activamente, se mantienen indiferentes ante la perspectiva de sentarse a la mesa. Comer o no comer: ¿a ellos qué más les da? No van a engordar, no van a adelgazar. No obstante, una vez empezada la comida, se convierten en comensales muy voraces. Trituran la comida para conocer su secreto, inspeccionan sus fibras más íntimas en busca de aquello que todos llaman sabor y que sólo ellos no conocen aún. Mis dientes son sordomudos que desarman el radiecito en busca de la voz, desesperados lo hacen añicos. Se vengan del bocado que les procura alegría a todos menos a ellos; pero destrozándolo no hacen más que aumentar el placer del gusto. Mis dientes fueron incubados mucho tiempo por las encías. Después del parto ya no pudieron desprenderse de la madre, se quedaron aferrados con lazos solidísimos, mediante cordones umbilicales inextirpables. ¡Ah! ¡Qué dientes aquéllos! Mis dientes de leche tenían mucha menos mamitis que los de la nueva generación; mis dientes de leche se separaron muy jóvenes de la familia; quién sabe dónde estarán ahora, a qué gente frecuentarán. Los primeros huesos en cariarse mientras vivo, los últimos en desmoronarse cuando esté muerto, mis dientes se convertirán en la parte más duradera de mí mismo solo cuando yo me haga a un lado. Soy yo el que pone en peligro a mi cuerpo, no es mi cuerpo el que me extingue. Para garantizar la salud de mis dientes, debería dejar, no solo de comer, de lavarlos, de ser solícito con ellos, sino simplemente de ser. Muerto me volveré perfectamente sano. Cuando no quiero saber qué horas son, me muerdo el dorso de la muñeca: la impronta de mis dientes deja un reloj sin manecillas. El cuadrante marca todos los instantes y ninguno. No duele y pasa pronto. En mi piel no queda rastro. La eternidad se desvanece en pocos minutos.
Autor: Tiziano Scarpa
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